Las plantas cultivadas son el fruto de una larga transformación durante siglos para que resulten agradables al paladar, además de que sean resistentes a especies silvestres. Quien pueda alimentarse de lo que produzca la tierra, debe cultivarla.
Si arrojamos semillas sobre un terreno, los pájaros, sobre todo los gorriones, se las comen. Si plantamos una col en un prado verde, la hierba la cubre y se muere. Si eliminamos la hierba y cualquier otra planta silvestre y se planta una col en esa tierra desnuda, la mala hierba también vuelve a crecer (a menos que se lo impidamos) y sofoca a la col. ¿Qué hacemos, entonces?
Si se quiere hacer un huerto en un prado hay que empezar por cavar o dar la vuelta, de algún modo, a la tierra. Una de las formas de hacerlo es con cerdos. Si se dejan sueltos unos cuantos por el terreno, ellos se encargan de comer la hierba y dejar el suelo en condiciones para convertirlo en un huerto.
Tradicionalmente hacemos una zanja en el terreno con una pala y hay que trabajar el manto de hierba con intensidad. Si lo único que se hace es voltearlo las malas hierbas vuelven a crecer y no se acabarán los problemas. El mejor sistema consiste en la excavación de zanjas, donde las plantas herbáceas y sus raíces han quedado enterradas bajo una gruesa capa de tierra y no volverán a crecer.
La capa de tierra quedará dispuesta para sembrar en ella cualquier planta productiva. El césped arrancado se puede amontonar en una pila, con el tiempo se pudrirá y será la base para un estupendo compost. Si el huerto no se trata de un prado, en lugar de hierba se echa estiércol o compost de las granjas, y las lombrices de tierra se encargan de de enterrar el compost, perforar y airear el terreno.