En los tramos medios de los ríos, o en el arroyo que se despeña ladera abajo, los pobladores son difíciles de ver; en el mejor de los casos se ve un pez que, cuando percibe una presencia en la orilla de un observador, corre a ocultarse, o el galápago que se deja caer desde la roca en la que tomaba el sol, al agua.
Allí, en las orillas, patrullan las libélulas, con enormes ojos que les permiten ver en todas las direcciones. Patrullan y a veces se posan en la vegetación, pasan a ras del agua a breves intervalos, tocando levemente el agua: una secuencia que no es difícil interpretar como de puesta de huevos.
Su velocidad (más de treinta kilómetros por hora en algunas especies) y facilidad de movimiento en el aire convierte a las libélulas en eficientes cazadoras de otros insectos en vuelo, a la vez que les permite eludir el ataque de las aves.
Hay dos maniobras de vuelo en la libélula que son muy reconocidas: la maniobra de caza y la de celo. Durante el vuelo de caza, sobrevuela la orilla y se desplaza con giros irregulares y bucles, como buscando territorio. Contrariamente, en el vuelo de celo cada macho tiene un territorio definido sobre el agua, en el que describe círculos colocado de espaldas a la orilla.
Cuando macho y hembra establecen contacto, el macho, que posee un par de ganchos en el extremo de su cuerpo, sujeta a la hembra por detrás de la cabeza. Vuelan unidos hasta que se posan sobre una planta, donde la hembra recoge del abdomen de su consorte una bolsa que contiene las capsulas espermáticas que fecundaran los huevos.