Cuando Martinus Van Marun descubrió en 1785 el ozono de forma accidental, sin saber lo que en realidad era, lo definió como el olor de la materia eléctrica.
Estaba experimentando con una máquina electrostática, donde sometía diversos gases a descargas eléctricas. Cuando le llego el turno al oxigeno puro, Van Marum advirtió un olor intenso: había fabricado ozono, un elemento que tardó cincuenta años en ser descrito por el alemán Chistian Schönbein (1840).
El ozono es inseparable del oxigeno. En nuestra atmosfera, es una de las formas en las que éste se presenta, y tiene una función muy especial: absorbe los rayos ultravioletas del Sol para evitar que lleguen a la Tierra e impidan la vida de animales y plantas.
Cada molécula de ozono está formada por tres átomos de oxígeno. A pesar de su efecto beneficioso, imprescindible para la naturaleza, cuándo bajamos a la altura de la superficie terrestre, este es altamente oxidante y contaminante.
Sus propiedades oxidantes y antisépticas, lo convierten en un idóneo potabilizador de agua, para eliminar las impurezas de los aparatos electrónicos, e incluso, como desinfectante industrial para fábricas. En el trascurso de la Primera Guerra Mundial, en 1915, se aplicó sanitariamente para tratar heridas, infecciones, y algunas enfermedades de la piel, teniendo cierto éxito. El ozono es un potente antioxidante, como el agua oxigenada.